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El estruendo a madera rompiéndose, me sacó del sueño profundo en el que acababa de entrar hacía pocos minutos. El sonido fue casi idéntico al que se generaba cuando despedazaba los cajones de la verdulería para empezar el fueguito del asado.

Era como la quinta vez en menos de una hora que mi cerebro, pero sobre todo mi cuerpo, trataba de acomodarse al descanso intermitente. No era la única noche que ocurría, sino más bien era la nueva habitualidad de la casa. Por diferentes motivos, pero cada diez minutos me había despertado para ayudar en algo. Ésta vez, primero se despertaron mis oídos y después mis ojos. Me quedé tieso tratando de contextualizar lo que había pasado. El grito de dolor que vino desde la otra habitación hizo que se despertara el resto de mi cuerpo. Me levanté de un salto y a los manotazos limpios busqué la tecla de la luz en la pared. Cuando la encontré y logré prenderla, el reflejo del pasillo que unía las dos habitaciones (con el baño al medio) dejó ver a mi abuelo tirado en el suelo, medio de costadito, con la cabeza contra la puerta del ropero que estaba partida a la mitad. Parecía un trípode, apoyando la cadera izquierda y el codo izquierdo en el piso con un charquito de sangre alrededor y la mano derecha hacia adelante tratando que el cuerpo mantenga cierto equilibrio. Tenía un brillo en los ojos que no era sólo por el insomnio, sino también por lágrimas contenidas. Un temblor fino de frío y miedo le dominaba el cuerpo; pero quizás se sumaba al de su Parkinson y demencia.

En dos zancadas llegué a la pieza y vi a mi abuela en cuatro patas sobre la cama de dos plazas, buscando alcanzar la mesita de luz para prender el velador. Fue una imagen de mierda. Mi abuelo en el piso, mi abuela en la cama. Los dos asustados (los tres en verdad, yo me incluyo), los dos sin los dientes postizos colocados, lo que hacía parecer que no tuviesen labios y que la boca se hubiese convertido solo en piel fruncida como si fuese una bolsita de nylon en el fuego. Dos cuerpos esmirriados, pero sobre todo el de mi abuelo. Dos cuerpos que con el paso del tiempo y en particular de los últimos meses, habían comenzado una implosión de manera descomunal.

Sin dejar de pensar y sobre todo de sentir lo que estaba pasando, agarré a mi abuelo de las axilas y lo levanté sin el más mínimo esfuerzo. Había perdido muchísimo peso. Los dedos pulgar e índice casi se me juntaban por encima de su hombro. Era piel y huesos. Mientras lo llevaba prácticamente en el aire hasta la cama, pisé un líquido que había en el suelo. El líquido era orina, su orina. No sé si fue por la adrenalina o por el amor que le tenía, pero no me dio asco.

No puedo evitar hablar o escribir en pasado, cuando se trata de él. Un par de renglones antes puse “el amor que le tenía”. Pasa que, al verlo así, como está en este momento, el razbliuto me invade. Me siento una verdadera mierda al decirlo, pero es lo que me atraviesa. Es que el duelo lo vengo haciendo hace tiempo ya. Quizás suena raro, egoísta, desinteresado o incluso hasta demasiado sincero. Su muerte, aunque esté vivo, comenzó hace unos años; viene muriendo de a poco y hace tiempo.

El día que no supo más quienes eran sus nietos y reemplazó los nombres por “vos sos el más chico, el más grande o el del medio”, se murió un poquito; el día que no supo quién era su compañera de vida, otro poquito; el día que no supo cuál era su casa, un poquito más. Luego empezó con las frases a completar al estilo de “el hijo de …, cuando fui a la…, tráeme el…”. Esos puntitos suspensivos quedaban en el aire como cachetazos en la oscuridad. Pero el día que me dijo “y usted quién es”, grabé esa frase como la esquela definitiva. No había más qué hacer. Porque no fue transitorio e intermitente, allí fue definitivo. Se murió del todo, por lo menos para mi.

Ahí en su habitación mientras lo miraba sentado, encerrado en esa bolsa de piel y huesos en la que se había ido transformando, cubierto parcialmente con una musculosa blanca como la que usaba Freddy Mercury, no pude evitar detenerme a pensar en todo. Tratar de anular lo que veía e imaginarlo, o mejor dicho recordarlo, como era antes. No supe darme cuenta que lo que estaba empezando a hacer era peor. Tratar de poner una luz de esperanza allá lejos, en mi infancia como si la cosa fuera a mejorar. Iluminar un pasado que obviamente fue y que de ninguna manera va a volver a ser. Es que cuando uno pone una luz demasiado lejos para alumbrar, no se da cuenta del todo que las sombras se alargan, se agrandan, hacen que las cosas pierdan sus contornos, sus límites. Todo se vuelve difuso, borroso.

Era literalmente desgarrador y no metafórico, ver a una persona que a lo largo de su vida se había hecho cargo de todos nosotros, no poder ahora si quiera hacerse cargo de él mismo. Traté de conectar una mirada con él, pero fue en vano. Tenía clavado sus ojos en el charco de meada que había en el piso y sobre el cual yo seguía teniendo los pies descalzos.

Se quiso parar, pero no tenía fuerza. Como tantas otras veces, puso sus manos al costado de la cadera para empujarse, inclinó la cabeza y el tórax hacia adelante e intentó levantar la cola. No pudo. Últimamente parecía más un camello que una persona en la forma que intentaba pararse. Lo ayudé y quedó estaqueado a mi lado, temblando, balanceándose como un potrillo recién nacido. Ahí sí nos miramos unos segundos hasta que me dijo “quiero mear”. Mi abuela, de la cual me había olvidado, estaba parada al otro lado de la cama mirando todo. Me alcanzó un recipiente que parecía el culo de una botella de plástico de lavandina, de unos quince centímetros de alto. “Él hace pis ahí de noche, porque no puede llegar hasta el baño, tampoco le gusta lo del papagayo y mucho menos el tema del pañal”. Pañal, pañal, pañal…me quedó haciendo eco, resonando ¿En qué momento mi abuelo había empezado a usar pañales? Encerrado en ese pensamiento volví a la realidad cuando me repitió “nene, quiero mear”. Me senté en una silla que había junto a la cama, en la que siempre había ropa colgada con olor a naftalina. Apoyó su mano derecha en mi hombro izquierdo y con su mano izquierda, buscó en el espacio que sobraba entre el calzoncillo y el muslo. Ese espacio era lo único que había ido creciendo en su cuerpo. Miré hacia el piso porque sentí que su incomodidad y le acerqué el tarrito amarillo. Con mucho esfuerzo y sobre todo con mucha lentitud, comenzaron a caer las primeras gotas hasta que apareció un chorrito débil e intermitente. Abstraído en el ruido que hacía la orina contra el plástico, como una lluvia pesada y con viento sobre un techo de chapas de zinc, sentí una presión en el hombro. Me quedé quieto tal cual estaba hasta que nuevamente me volvió a apretar suave con su mano. Levanté la cabeza y nuestras miradas se encontraron. A los segundos, con los ojos brillosos me dijo “Gracias. Y perdóname por esto, me da mucha vergüenza”, y sus ojos se volvieron a opacar casi de inmediato. Unas lágrimas mías y otras de él, diluyeron la orina del suelo.

Al ratito lo llevé al baño, para limpiarlo completo. Volvimos a la pieza y se acostó. Me tomó de la mano y me pidió que me quede con él. Dormimos toda la noche agarrados de la mano, como cuando yo era chico. Era casi lo mismo, sólo habíamos cambiado los nombres, un poco la función y el lugar; éramos la versión demencia de Emma Zunz.

Me desperté alrededor de las siete de la mañana y fui hasta la cocina. Mi abuela ya había preparado unos mates y tostadas. El ruido de la AM de fondo sintonizando la LT29 de Venado Tuerto, rompía un poco con el silencio lúgubre de la casa. Sobre la mesa de la cocina estaba la billetera de mi abuelo y un manojo de llaves.

Charlamos algunas pavadas, comentamos al pasar lo que había pasado a la noche como quien hace un comentario del clima en el ascensor. Le señalé con el mentón sacando un poquito el labio inferior y levantando a penas las cejas, los elementos de la mesa. Le pregunté para qué le daba la billetera y las llaves, pensando que era un peligro que se fuera o se escapara. Me dijo sonriendo y con cierta chispa en los ojos “es todo de utilería, ninguna de las llaves es de las cerraduras de la casa y en la billetera tiene fotocopia de su documento, unos billetes sin valor y un papel con la dirección y los números de teléfonos nuestros, por si un día se pierde o se me escapa sin querer”. Hice una mueca de risita cómplice. No sabía si abrazarla por la ternura o abrazarla por lástima. Lo que sí sabía es que tenía que abrazarla y creo que ella entendió que era por las dos cosas.

A la hora, mi abuelo se despertó y desde la habitación comenzó a los gritos a llamar a su madre, la cual había muerto cuando yo tenía tres años. Desde la cocina, mi abuela también le respondió a los gritos “¡levántate a desayunar, que en un rato te viene a buscar!”. Fui hasta el cuarto y me preguntó quién era. Lo ayudé a vestirse y fuimos juntos hasta la cocina. Tomó el mate cocido que le habían preparado. En verdad la mitad la tiró sobre el repasador que actuaba como mantel individual. Es casi imposible coaptar el borde de una taza siendo edéntulo.

Unos minutos después agarró la billetera y las llaves, y se fue al patio. Se sentó en un banco, sacó la billetera del bolsillo y contó los billetes de utilería que mi abuela le había dejado. Al ratito volvió a la cocina y empezó a hablarle como si fuese su hermana. Mi abuela le siguió el diálogo tomando el rol que le había asignado en ese momento. A veces era hermana, otras veces vecina, otras madre. El rol que más le costaba, era cuando le tocaba ser amante. Mi abuelo había sido camionero y la certidumbre más que el prejuicio siempre había quedado dando vueltas. Cuando giró y me vio, empezó a darme órdenes de que buscara los caballos, que se había hecho tardísimo, que tendríamos que haber estado en el tambo a las cuatro de la mañana. A sus espaldas, mi abuela me hacía un gesto con su mano derecha, dibujando círculos en el aire como dándome a entender que le siga la corriente. Y así hice. Un rato después, se sentó en el sillón, volvió a sacar la billetera y a contar nuevamente los billetes. “Así está todo el día, todos los días”, me dijo. Mi abuela se había convertido en la cariátide de su marido.

No podía dejar de mirarlo en el sillón contando los billetes, guardando la billetera. Sacarla de nuevo, hacer y decir lo mismo una y otra vez. Él ya no era más él, ya no tenía conciencia de cada cosa de su entorno. Su esposa de a ratos era su hermana, sus nietos los empleados y su casa un tambo. Su realidad y la de todos alrededor, sólo pasó a ser una sucesión de ficciones consensuadas ¿y acaso no es eso la realidad?.